“Hay una cosa de la que un profesor puede estar absolutamente seguro:
casi todos los estudiantes que ingresan a la universidad creen, o dicen
creer, que la verdad es relativa”. Es lo que constata Allan Bloom
en su célebre libro “The close of american mind”. Los
alumnos lo único que tienen en común es su relativismo y
su fidelidad a la idea de igualdad. Y ambas ideas son un postulado moral
más que una conclusión cognoscitiva. Se les ha enseñado
a temer no el error, sino la intolerancia. El verdadero peligro proviene
de quien cree tener razón y poseer la verdad. El relativismo es
necesario para la apertura, y ésta es la virtud, la única
virtud, que la educación debe inculcar. La finalidad ya no será
dotarlos de conocimientos sino proporcionarles una virtud moral: la apertura.
Creo que el relativismo es el principal vicio de los alumnos; el de los
profesores quizás sea el eclecticismo. Pareciera que toda convicción
llevara implícito un agravio a quien ha proferido otra distinta
o enfrentada a aquella. No es raro que quien se acoge al relativismo ético
desemboque en el nihilismo. Gianni Vattimo, haciendo apología del
nihilismo, concluye que con ello se llega a la reducción final
de todo valor de uso a valor de cambio. Desprendidos los valores de su
radicación última, todos se hacen equivalentes e intercambiables.
El intento de declarar el valor absoluto de la persona y de los derechos
humanos está abocado al fracaso.
Nosotros no creamos la verdad, la dominamos y la hacemos valer. Por el
contrario, por el esfuerzo mancomunado la descubrimos y es ella la que
nos posee y nos permite salir de las tinieblas de ambigüedad al tornar
inteligible la realidad. Ninguna discusión intelectual -es lo propio
de la Universidad- tiene sentido si no hay en todos los que participan
en ella un amor a la verdad. Y comprobamos que cuando la verdad y el bien
se muestran, se tornan comunes. La verdad no es heredera de unos pocos
sino horizonte abierto, tierra de conquista para todos. No hay accesos
reservados ni rutas exclusivas, ni privilegios ni monopolios, pues la
verdad es lo que nos vincula a todos. Buscamos evidencias compartidas
y desconfiamos de las privadas. Todo lo contrario a lo que afirma Michael
Foucalt, que tanto amó su singularidad, cuando declara que “la
voluntad de verdad es una prodigiosa maquinaria destinada a excluir”,
o cuando Umberto Eco en su novela “El nombre de la rosa” afirma:
“la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la
pasión enfermiza por la verdad”. Pero lo excluyente y enfermizo
es la actitud del enajenado o del fanático que son incapaces de
abandonar la cárcel de sus evidencias y quizás lo que el
niño autista no comprenderá nunca. En todos los dominios
en que se presenta, la verdad es el único bien que podemos compartir.
El logos se transforma en dia-logos, un pensar comunicable.
“La verdad es una necesidad constitutiva del hombre(...) Éste
puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y, al
revés, la verdad es lo único que necesita el hombre, su
única necesidad incondicional”, escribió Ortega y
Gasset. Es la verdad la que nos libera de la atmósfera irrespirable
del subjetivismo y del mero sometimiento a las opiniones dominantes, que
constituyen serios obstáculos para un diálogo verdaderamente
racional. Quien busca la verdad no pretende instalarse en seguridades
sino, por el contrario, intenta hacer vulnerable lo que considera como
tal e incluso experimenta regocijo en las posible falsaciones de sus ideas
cuando suponen un avance en el logro de la verdad.
©
2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción
citando la fuente y el autor.
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