“El hombre es un animal religioso que se equivoca de dios”
escribió Baudelaire. Pase lo que pase, siempre tendremos dioses
necesitados de ofrendas y sacrificios. Asfixiado el verdadero Dios, eclipsados
los valores del espíritu, el secularismo, aparentemente neutral
y aséptico, propone nuevos dioses sustitutivos. Éstos exigen
iguales e incluso mayores sacrificios. Ahora se adora y venera el dios
del cuerpo, apolíneo, juvenil, hermoso y esbelto. Y sus demandas
son perentorias. El hecho de que los kilos no pasen inadvertidos es origen
de trágicas frustraciones, muchos complejos, y se instala hasta
en el inconsciente de las mentalidades la obsesión febril de adelgazar.
Nuestra sociedad hedonista que tanto ha ridiculizado algunas viejas prácticas
penitenciales cristianas, tildándolas de masoquistas o atribuyéndolas
a un oscurantista prejuicio maniqueo, no se sorprende de que no pocos
se inmolen a las divinidades menores de la buena figura y la moda, induciéndolos
a privaciones alimentarías que harían palidecer a una carmelita.
Muchos que se escandalizarían si oyeran hablar de ayunos y abstinencias
no tienen inconveniente en someterse a los extremos rigores de la dieta
más feroz. Es la misma ascética pero con motivaciones distintas
y sometimiento a distintos dioses. Y si la artillería dietética
y el bombardeo químico a través de fármacos adelgazantes
fracasan, se emprende el asalto a la bayoneta con operaciones quirúrgicas
reductivas.
La cirugía estética, técnica desdramatizada de rejuvenecimiento
y embellecimiento, se ha puesto al servicio de esta omnipresente divinidad
del culto a la figura. Es que actualmente la lucha contra las arrugas
y los volúmenes indeseados ya no se limita a las dietas, el ejercicio
físico y a los artificios del maquillaje. Ahora se trata de reconstruirse,
de remodelar el propio aspecto desafiando los efectos del tiempo. ¿Qué
sentido tiene tamaña tiranía justamente en un momento en
que las mujeres rechazan que se las considere como objetos decorativos?
¿Cómo no ver en las exigencias estéticas que llevan
a variadas liposucciones, lifting faciales e implantes de silicona como
un refinado instrumento para aplastar psicológica y socialmente
a las mujeres? Y si antiguamente los escrupulosos eran la deriva patológica
de la buena formación religiosa y moral, ahora la anorexia es la
mórbida e inconsciente desviación que cobra crecientes víctimas
de este culto al cuerpo y su apolínea figura.
Es necesario un pensamiento antiidolatra que sea capaz de establecer una
verdadera jerarquía de valores, que vigorice la libertad con convicciones
fuertes y resista la presión de estereotipados modelos juveniles
de belleza. Me resisto a aceptar el aforismo de La Rochefoucald que sostiene
que la vejez es el infierno de las mujeres. En la cara de muchos hombres
y mujeres consagrados al meticuloso cuidado de sí mismos, entre
tanto estiramiento de la piel y autobronceadores, hay mucha estéril
convencionalidad, irrealidad y, sobre todo, una torpe relación
con el tiempo. Por el contrario, se puede ser atractiva sin someterse
a lámparas de cuarzo, medicinas cosméticas y asidua asistencia
a centros de cirugía estética. Con los años, el rostro
se vuelven también más intenso y lleno de significado, más
atractivo y seductor, más aun, cuando en él se refleja una
existencia compartida vivida en el amor, en la amistad y en hondos vínculos
afectivos.
La creciente utilización de instrumentos para la transformación
del cuerpo es una verdadera religión. Y como tal tiene su ritual,
sacrificios, culto, posee dogmas y normas morales; y también tiene
sus víctimas. Su objetivo es obtener la eterna juventud en un inútil,
ridículo y patético desafío al tiempo y a la muerte.
La verdad es que frente a este neopaganismo banal, vacío y artificial,
prefiero la grandeza salvaje del paganismo antiguo.
©
2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción
citando la fuente y el autor.
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