La adolescencia es la edad filosófica por excelencia, la edad
en la que uno se cuestiona el mundo, su significado y sentido, y en la
que obstinadamente se intenta comprenderlo y clasificarlo. Leyendo, paseando,
discutiendo con amigos. Es en la adolescencia cuando se vive el momento
inaugural de la filosofía y las preguntas quemantes acerca de la
verdad apremian y exigen una respuesta libre y desinteresada. Es la edad
de la teoría, de la necesidad y búsqueda de un orden y un
sentido en medio del caos exterior y de las turbulencias interiores. Es
la edad cuando se vislumbra la propia vocación, término
con el cual se designa una categoría fundamental de la vida personal.
No hay que concebir imaginativamente una persona ya existente y que adquiera
después su vocación. La vocación precede más
bien al hecho personal y concurre a su constitución. Responder
a una tal llamada y llegar a ser una persona son aspectos de un mismo
acontecimiento. En ese horizonte abierto a la totalidad, propio de la
adolescencia, se atisba el papel que cada uno está llamado a vivir
en el mundo y la sociedad. La vocación no se identifica con la
conciencia que de ella podamos tener. Su primera presencia se produce
bajo la forma de un impulso que se siente. Podemos fechar el descubrimiento
pero no el origen de nuestra vocación. Este descubrimiento corresponde
al momento en que nos identificamos con la inquietud sagrada de nuestra
adolescencia. También en ese mismo instante interviene el primer
gran peligro de traición. Podemos vivir en contra de nuestra vocación,
pero ya nunca sin ella. Le pertenecemos de por vida y quizá sea
ella quien aguarde, desnuda, al otro lado de la tumba.
Existe una atención ansiosa que precede a la vocación y
una realización valerosa que la sigue. El ideal concebido imaginativamente
por encima del tiempo debe realizarse ahora en el tiempo, en el día
a día. En la juventud el sujeto ya se ha identificado con su yo
ideal, pero la distancia entre ese ideal y las realizaciones efectivas
es entonces máxima. Si en las fases sucesivas esa distancia no
se acorta, si no hay suficientes logros de realización, si no se
produce ese proceso de maduración que lleva a flexibilizar el ideal
en contacto con la realidad y, recíprocamente, a una iluminación
de la realidad por y a partir de ese ideal, entonces ese ideal paulatinamente
será visto como inalcanzable o un típico sueño de
juventud. Cada vez es más frecuente observar gente joven que es
capaz de concebir ideales, pero faltos de virtudes y disciplina, carecen
de fuerza y energía suficientes para hacerlos realidad. No en vano
la palabra virtud deriva de “vir”, que significa fuerza, energía.
Caen prontamente en el desengaño y el escepticismo. Y así
por un lado encontramos el fanático, aquel que absorto en la contemplación
de ese ideal puro prefiere quemar la realidad antes que verlo contaminado
y limitado por el esfuerzo de llevarlo a cabo, y por el otro, el cada
vez más frecuente cínico desengañado que ante sucesivos
fracasos definitivamente niega la posibilidad de cualquier ideal y lo
considera mera utopía. Sin embargo la grandeza de un ideal -para
no derivar en mera utopía- se mide por el grado de encarnación
en la realidad. Sólo con lucha, con esfuerzo personal, con el asiduo
cultivo de virtudes, venciéndose a sí mismos y renunciando
a las gratificaciones inmediatas, sirviendo y pensando en los demás,
los jóvenes tendrán esa fuerza transformadora de la realidad
y serán auténticamente rebeldes.
©
2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción
citando la fuente y el autor.
|
|