Juventud e ideales

Jorge Peña Vial

La adolescencia es la edad filosófica por excelencia, la edad en la que uno se cuestiona el mundo, su significado y sentido, y en la que obstinadamente se intenta comprenderlo y clasificarlo. Leyendo, paseando, discutiendo con amigos. Es en la adolescencia cuando se vive el momento inaugural de la filosofía y las preguntas quemantes acerca de la verdad apremian y exigen una respuesta libre y desinteresada. Es la edad de la teoría, de la necesidad y búsqueda de un orden y un sentido en medio del caos exterior y de las turbulencias interiores. Es la edad cuando se vislumbra la propia vocación, término con el cual se designa una categoría fundamental de la vida personal.
No hay que concebir imaginativamente una persona ya existente y que adquiera después su vocación. La vocación precede más bien al hecho personal y concurre a su constitución. Responder a una tal llamada y llegar a ser una persona son aspectos de un mismo acontecimiento. En ese horizonte abierto a la totalidad, propio de la adolescencia, se atisba el papel que cada uno está llamado a vivir en el mundo y la sociedad. La vocación no se identifica con la conciencia que de ella podamos tener. Su primera presencia se produce bajo la forma de un impulso que se siente. Podemos fechar el descubrimiento pero no el origen de nuestra vocación. Este descubrimiento corresponde al momento en que nos identificamos con la inquietud sagrada de nuestra adolescencia. También en ese mismo instante interviene el primer gran peligro de traición. Podemos vivir en contra de nuestra vocación, pero ya nunca sin ella. Le pertenecemos de por vida y quizá sea ella quien aguarde, desnuda, al otro lado de la tumba.
Existe una atención ansiosa que precede a la vocación y una realización valerosa que la sigue. El ideal concebido imaginativamente por encima del tiempo debe realizarse ahora en el tiempo, en el día a día. En la juventud el sujeto ya se ha identificado con su yo ideal, pero la distancia entre ese ideal y las realizaciones efectivas es entonces máxima. Si en las fases sucesivas esa distancia no se acorta, si no hay suficientes logros de realización, si no se produce ese proceso de maduración que lleva a flexibilizar el ideal en contacto con la realidad y, recíprocamente, a una iluminación de la realidad por y a partir de ese ideal, entonces ese ideal paulatinamente será visto como inalcanzable o un típico sueño de juventud. Cada vez es más frecuente observar gente joven que es capaz de concebir ideales, pero faltos de virtudes y disciplina, carecen de fuerza y energía suficientes para hacerlos realidad. No en vano la palabra virtud deriva de “vir”, que significa fuerza, energía. Caen prontamente en el desengaño y el escepticismo. Y así por un lado encontramos el fanático, aquel que absorto en la contemplación de ese ideal puro prefiere quemar la realidad antes que verlo contaminado y limitado por el esfuerzo de llevarlo a cabo, y por el otro, el cada vez más frecuente cínico desengañado que ante sucesivos fracasos definitivamente niega la posibilidad de cualquier ideal y lo considera mera utopía. Sin embargo la grandeza de un ideal -para no derivar en mera utopía- se mide por el grado de encarnación en la realidad. Sólo con lucha, con esfuerzo personal, con el asiduo cultivo de virtudes, venciéndose a sí mismos y renunciando a las gratificaciones inmediatas, sirviendo y pensando en los demás, los jóvenes tendrán esa fuerza transformadora de la realidad y serán auténticamente rebeldes.

 

© 2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción citando la fuente y el autor.