“¿Dónde se encuentra la sabiduría que hemos
perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento
que se nos ha perdido con la información?” se preguntaba
el poeta T.S.Eliot. Conviene distinguir información, saber y sabiduría.
Sufrimos un bombardeo informativo que nos llueve cotidianamente desde
todas partes. Basta conectarse a Internet y a bases de datos para acceder
a una prodigiosa información.. Este acopio y disponibilidad, esta
saturación informativa, trae consigo no sólo ventajas sino
también perplejidades, desconcierto y un nuevo tipo de ignorancia.
No se sabe distinguir la información relevante ni se dispone de
herramientas intelectuales para una evaluación de la información.
No es extraño que el gran obstáculo con el que se han estrellado
los expertos en Inteligencia Artificial sea precisamente éste:
¿cómo distinguir lo trivial de lo importante? Recuerdo un
estudio norteamericano que intentaba averiguar cuántas noticias
retenía el telespectador que unos minutos antes había visto
el telediario. Eran escasísimas. La investigación concluía
que sólo se retiene aquella información para los que existen
marcos conceptuales previos y aquellas en las que se está vitalmente
implicado. Nuestra relación con el mundo exterior no sólo
pasa por los medios de comunicación, sino fundamentalmente por
nuestro sistema de ideas que reciben, filtran y escogen esos datos. Ese
sistema de ideas en la que inscribimos esa información es el fruto
de la formación intelectual y de los conocimientos que hemos estudiado
y vitalmente asumido. En los asuntos en lo cuales carecemos de esa estructura
mental la información es solo ruido.
Pero tampoco el acopio de conocimientos, el mucho saber y la abundante
instrucción -cuanto más por el nivel de especialización
que exige- nos otorga sabiduría. A pesar del incremento prodigioso
del saber y de la información, cada vez más comprobamos
esa carencia de sabiduría. Y no sin cierto temor vemos cómo
una ciencia sin sabiduría, anda errante, sin norte, sin brújula,
y con grave peligro de convertirse en autodestructiva y desencadenar efectos
perversos en cadena. La formación científica, inevitable
y necesariamente, es de tipo analítico y tiende a proporcionar
una visión unilateral de la realidad. Como si la realidad pudiera
ser troceada en distintos ámbitos segregados y no comunicados entre
sí (física, biológica, psíquica, económica,
espiritual, social), cuando a cada paso comprobamos cómo estas
diversas dimensiones constituyen un todo interdependiente e interrelacionado,
y los problemas con que nos enfrentamos son cada vez más multidisciplinarios,
transversales y globales. Puede que el economista aplique medidas acertadas
para reducir la inflación pero, por la formación que ha
recibido, se torna ciego antes los efectos de tipo humano, moral y político
que tales medidas pueden acarrear. Hayek lo dijo: “Nadie puede ser
un gran economista si es sólo economista (...) un economista que
sólo es economista, pasa a ser perjudicial y puede constituir un
verdadero peligro”. Junto a ello, el constante crecimiento de saberes
parece edificar una gigantesca torre de Babel donde susurran lenguajes
discordantes. No llegamos a integrar nuestros conocimientos en orden a
conducir nuestra vida. La metafísica y la teología, por
mucho que algunos se empeñen en declararlas muertas, tienen esa
vocación de totalidad y están llamadas a desempeñar
esa función arquitectónica e integradora. El poder que el
hombre actualmente dispone sobre los resortes originarios de la vida nos
impelen a transitar por sendas de sabiduría.
©
2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción
citando la fuente y el autor.
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