Para Hannah Arendt tanto el perdón como la promesa permiten superar
la intrínseca fragilidad de la acción humana. El perdón
redime del pasado y la promesa mantiene nuestra identidad subjetiva, sean
los que sean los avatares que nos depara el futuro. Muy pocas cosas logran
superar la prueba del tiempo. Las ideas que nos entusiasmaron prontamente
pierden su brillo y hechizo, y lo que un día nos cautivó
como ideal hoy parece ingenuo, cuando no totalmente erróneo. Tenemos
experiencia de la inestabilidad de la vida humana, de la fragilidad de
nuestras construcciones, de la vulnerabilidad de nuestras disposiciones
y el derrumbe de nuestros proyectos. No raramente ello conduce a la frivolidad,
a la desilusión, y con el correr de los años las arrugas
del escepticismo van dejando su huella y se desconfía de todo ideal.
Pero sería equivocar el camino definir la virtud como inquebrantable
rectitud y perseverancia inalterable. Eso huele a rigidez inmóvil,
a testarudez cerril, aburrida uniformidad y a sistema mecánico.
Ninguna cosa humana es valiosa por el mero hecho de prolongarse en el
tiempo
Desde el momento en que yo acepto un compromiso sé, de antemano,
que la persona y las circunstancias implicadas en él cambiarán.
Y ello, en una medida que me resulta del todo imprevisible. Sin embargo
dar fe a alguien equivale a situar todos los cambios futuros en la línea
de esa promesa, considerar esa promesa como el cauce en cuyo seno discurren
todos los posibles cambios y avatares de un futuro incierto. Se trata
de orientar todo cambio en el sentido de una renovación de la fidelidad.
No hay nada que se dé en el tiempo que no requiera de cuidado,
ajuste. Siempre es necesario ir a más. Ninguna de las cosas humanas,
ni las casas, ni las telas, ni los placeres se conservan en el abandono.
Los techos se hunden, los amores se deshacen. A cada instante se requiere
volver a clavar una teja, apretar una junta, desvanecer una falsa interpretación.
El movimiento es esencial a la vida y, por consiguiente, a esta forma
superior de vida que es la fidelidad. Esta no consiste en negarlo sino
en dominarlo. Los cambios dependen ante todo de nosotros, y si hablamos
de ideales que mueren, correspondió únicamente a nosotros
el mantenerlos con vida. Las personas no cambian involuntariamente y por
efecto de una especie de mecánica fatal. Se trata de cultivar lo
que Gabriel Marcel llamó “fidelidad creadora”, la que
es capaz de inventar y renovar cada día su amor. Es fecunda, ingeniosa
y creativa porque es capaz de actualizarse diaria y libremente y sabe
luchar contra los sentimientos inconsistentes, la incoherencia en nuestras
acciones, la dispersión interior y la esclerosis de los hábitos.
La fidelidad es el único modo de triunfar eficazmente sobre el
tiempo y ésta fidelidad eficaz puede y debe ser una fidelidad creadora.
La fidelidad verdadera es inventiva e ingeniosa, introduce una dinámica
totalmente personal, siempre nueva, siempre asombrosa y asombrada, siempre
diferente y caleidoscópica. La fidelidad estriba precisamente en
el hecho de que el hombre que ama inventa todos los días su amor,
lo imagina y lo actualiza siempre de nuevo. La persona fiel algunas veces
habrá de ejercitar heroicamente la esperanza para ver que lo que
parece una ruptura, una crisis terminal, quizá sólo sea
una prueba, una tentación, que fielmente superada, desembocará
en una comunión superior. No es que la fidelidad crea el amor,
sino que es el verdadero amor el que crea y exige la fidelidad.
©
2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción
citando la fuente y el autor.
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