El culto de la espontaneidad

Jorge Peña Vial

La palabra espontáneo goza de prestigio. Sus acepciones son ambiguas. Etimológicamente proviene de “sponte”, que significaba “voluntariamente”. Pero en la actualidad significa lo natural, lo indeliberado e irreflexivo. Si acudimos al diccionario se dice del que obra o habla dejándose llevar por sus impulsos afectivos y no obedece a consideraciones de conveniencia dictados por la razón. Dado que lo espontáneo se identifica con lo natural se puede pensar que su contrario sería falso e hipócrita. Por ende, llegamos a paradójica conclusión de que lo deliberado, voluntario y reflexivo es siempre calculador, antinatural, falso. Este notable giro enlaza con la moral de la autenticidad. Es la única moral a la cual se adscriben la mayoría de los jóvenes en la actualidad animados por un falso concepto de libertad. Su comportamiento es cada vez más impulsivo, espontáneo, ajeno del todo a razones y deliberación. Si tanto se aprecia la autenticidad y la espontaneidad, será natural que me reconozca en mis deseos, me abrace a ellos y me deje conducir por ellos. Todo lo que no brote de esa espontaneidad natural será considerado heterónomo, impuesto, falso.
Sin embargo todos podemos comprobar que si se desea cambiar, mejorar, hay que decidirse a ir contra sí mismo, contra las apetencias inmediatas, y atender a nuestros deseos profundos, a lo que realmente queremos. No es nada fácil obrar de acuerdo a lo que real y profundamente queremos. Esta dificultad se acrecienta cuando en nuestra cultura operan estos ambiguos conceptos de espontaneidad, autenticidad y deseo, con los que suele identificarse la libertad. Pero no se sabe discriminar entre la mera espontaneidad impulsiva y la verdadera espontaneidad, la que brota del trabajo y la disciplina (esa “natural” espontaneidad que es fruto del entrenamiento, la disciplina y el trabajo). Tampoco se da un discernimiento cualitativo entre la autenticidad superficial, la que dice siempre lo que piensa pero piensa muy poco lo que dice, la meramente complaciente con uno mismo aunque adopte aires de originalidad y singularidad, de la autenticidad exigente y radicada en la verdad de lo que soy y estoy llamado a ser. Ésta última es la única autenticidad que merece la pena; la otra es mero cinismo desvergonzado y exhibicionismo. Y, por último, el mundo de los deseos de suyo es complejo y muchas veces ambiguo. No se discierne entre los deseos inmediatos, primarios, y los que están conforme a la razón y a ideales magnánimos. Los gozos verdaderos no se regalan de entrada ni se detienen en satisfacciones inmediatas, sino que siempre exigen una previa y costosa inversión. Sólo más tarde el niño que ahora hace palotes y se somete a la disciplina del aprendizaje podrá disfrutar de los placeres de la alta cultura.
Hay mucho espontaneísmo carente de valor, autenticidades de pacotilla y un culto a los deseos inmediatos que entorpecen, cuando no ahogan, los de mayor alcance, los que se inician con un “no” pero culminan en una rotunda afirmación. Éstos son de mayor valía. Lo más penoso es que este clima cultural, impregnado por estos tópicos, ha tenido eco en la educación que dan padres y profesores. El mensaje implícito que se transmite es que toda disciplina y exigencia es incompatible con la libertad. Hay verdadera sabiduría y una mejor pedagogía en lo que Paul Valery escribe: “El hombre está hecho de tal modo que no puede descubrir todo lo que tiene sino cuando se obliga a sacarlo de sí mismo, con un esfuerzo severo y prolongado: sólo yendo contra sí mismo, va hacia sí mismo”.

 

© 2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción citando la fuente y el autor.