LA PÉRDIDA DRAMÁTICA DEL HOMBRE EN CUANTO HOMBRE
La Psiquis del Socialismo y Su Estructura Psicosocial
El neoliberalismo y el socialismo renovado cobijan, respectivamente, lo que en la época de la Cortina de Hierro se llamaba el proyecto de sociedad libre y el marxista leninista.

Diario El Mercurio, Dom. 28/10/2001
Sebastián Burr Cerda

El arresto del senador Pinochet en Londres y sus vaivenes judiciales han sobrepasado lejos nuestras fronteras y conmocionado además nuestra delicada situación política, dejando al descubierto las raíces del mismo viejo conflicto que tanto sufrimiento ha provocado en el Occidente moderno. Esto ha quedado a la vista en las divergentes interpretaciones y reacciones, a favor y en contra, generadas en prácticamente todo el hemisferio. Pero, ¿es tan importante Pinochet, e incluso Chile, como para que se hayan pronunciado sobre este caso el Mercosur, Margaret Thatcher, Blair, Aznar, Fidel Castro, El Vaticano, Jaruzelski, Kissinger, la comunidad europea, el obispo de Canterbury, el gobierno francés, el suizo, el norteamericano, etcétera?

El viejo general se ha convertido en el detonante de una nueva colisión en el aparente cuadro de coexistencia pacífica establecido entre las dos capas tectónicas que han dominado el escenario político occidental: el neoliberalismo y el socialismo renovado, que cobijan respectivamente lo que en la época de la Cortina de Hierro llamábamos el proyecto de sociedad libre y el marxista leninista. Ese proceso de "lavado de cara" que el socialismo chileno y mundial ha llevado a cabo después de la caída del Muro de Berlín no es pura retórica, sino que responde a una casi "natural" tendencia emocional de los estratos socioeconómicos medios y bajos a levantar el socialismo una y otra vez. No es que esos estratos suscriban lo que dice el socialismo, sino que se manifiestan en contra de aquellos sectores a los cuales de algún modo les gustaría pertenecer, pero sienten que ese acceso les está vedado. Sin embargo, esa aspiración es mucho más que económica: es el deseo de un modo de vida con autonomía de decisión y acción, es decir, con carácter; una vida en donde se configure una autoestima sólida. Imaginativamente o no, esa grandeza de vida es lo que las mayorías postergadas creen que les proporcionará el socialismo, y el socialismo sabe muy bien cómo explotar esa ilusión.

Así y todo, hay que reconocer cierto carácter altruista al socialismo: ha sido el único proyecto político que se ha atrevido a poner en escena un intento de reconfigurar la sociedad humana para eliminar las desigualdades. Pero lo hizo exactamente al revés de cómo debió haberlo hecho; en términos colectivistas, a escala planetaria, y nivelando hacia abajo y no hacia arriba. Y ya la historia conoce suficientemente los catastróficos resultados de los regímenes que acometieron el intento. ¿Cómo es que una ideología que durante medio siglo gobernó medio planeta sin oposición alguna sufrió tan colosal fracaso? ¿Por qué, pese a ese derrumbe, el socialismo renace una y otra vez - con nuevos matices y actores- , y quedamos nuevamente instalados en la misma pugna de fondo? ¿Cómo una misma realidad puede ser interpretada y explicada de dos maneras radicalmente distintas por enormes conglomerados humanos pertenecientes a una misma especie y a una misma cultura? ¿Qué extraño significado tiene que ambos polos de pensamiento (¿o sentimiento?) se hayan neutralizado mutuamente con sus argumentaciones en los últimos cien años? Dada la naturaleza pendular del conflicto, se pueden inferir dos cosas: que ambos polos tienen cierta raíz negativa común y que el oponente reconoce validez a ciertos fundamentos o argumentos del adversario. Pero por alguna razón de fondo ambos espectros políticos no logran hacer una síntesis unitaria que interprete la realidad para todos en forma similar. ¿Qué es lo que nos impide entendernos, si somos los mismos hombres, si nos movemos en la misma realidad y en busca de un mismo destino que todos además coincidimos en llamar felicidad?

El resurgimiento socialista

Hace 20 años pensaba que el conflicto socioeconómico y político se resolvería gracias a una amplia apertura de fuentes de trabajo, aparejada con un incremento sustantivo y real del ingreso de las grandes mayorías, y que eso constituiría el golpe de gracia al socialismo. Todo eso se dio positivamente, y mucho más allá de lo que jamás imaginé. En 20 años, Chile pasó de ser un país quebrado al lugar 13 de competitividad mundial, su ingreso per cápita se incrementó aproximadamente 15 veces, las exportaciones crecieron 16 a 18 veces, nuestra deuda externa se hizo insignificante comparativamente hablando, dejamos de mendigarle plata al mundo, y por primera vez en nuestra historia los chilenos pasamos a ser propietarios de nuestros ahorros previsionales. Sin embargo, el socialismo resurge, y lo que es peor, esta vez sin bandera de lucha propia y sin ninguna filosofía política en las manos.

Mi convicción actual es que el conflicto no es económico, sino valórico. ¿Pero qué significa eso en términos prácticos? Significa que unos pocos viven la autodeterminación, y la mayoría no. ¿Y qué es la autodeterminación? Es la capacidad real, indirecta o directa, de construir la propia vida. Se da cuando el hombre es sujeto y objeto de sus propias acciones. Dicho en palabras de Aristóteles, cuando el hombre es simultáneamente "el arquero, la flecha y el blanco". Pero ¿por qué, siendo esto tan contundentemente lógico, los socialismos insisten en generar una psiquis y una estructura social y funcional que se oponen a la autodeterminación humana, y por ende a la democracia originaria? ¿Y por qué el liberalismo económico se ha hecho un inconsciente cómplice de la majadería colectivista del socialismo? ¿Será porque de algún modo comparte el idealismo irreal del socialismo, que supone que la autodeterminación humana se logrará por osmosis una vez que el estado haya alcanzado su máximo esplendor, y que a consecuencia de ello emergerá casi mágicamente un hombre nuevo y pleno? El socialismo niega una y otra vez que esa tarea esté reservada a la razón práctica individual de cada persona, niega que ese estado de autoperfección sólo se configura a través del entendimiento y la libre voluntad de cada individuo. Curiosamente, esa tesis socialista es muy similar a la teoría del "chorreo económico" que tanto le critica al liberalismo, según la cual la riqueza llegará a las mayorías como un derrame impersonal del mercado.

Estas dos corrientes modernas materializaron al hombre; el socialismo, dialéctica y conscientemente, y el liberalismo, económica e inconscientemente. Pero ambos llegaron al mismo punto por distintas vías. A ambos - al primero más que al segundo- se les extravió la dimensión integral del hombre, en el preciso instante en que se conformó esa especie de extraña alianza casual entre Adam Smith y Rousseau, alianza que no obstante todos los maquillajes posteriores no ha sabido devolverle a la democracia sus auténticos fulgores. A ninguno de los dos polos de pensamiento se les puede aceptar su sofisma práctico de que en nombre de la libertad plena y de una democracia moderna, los hombres en sociedad deben renunciar a sus libertades particulares del día a día, de acción en acción, en beneficio de grandes principios teóricos, por mucho que algunos acepten entregar "libremente" su "libertad". Hay ciertos valores que no se pueden entregar, ni menos recibir, y a ningún precio, por muy deleitable que eso aparezca política o económicamente. Menos aquellas facultades que componen y construyen nuestra libertad, y que nos diferencian tajantemente del resto de los seres vivos. Me refiero a ese maravilloso y ambivalente dinamismo del entendimiento y la voluntad, el único que nos hace propiamente humanos y libres.

La verdad última del hombre

Hay que hacer un alto aquí y explicar una cuestión un tanto abstracta, pero fundamentalísima de la condición humana. Aquí radica la quintaesencia del conflicto, aquí se juega todo, la disyuntiva entre el hombre en propiedad y el hombre confiscado por los colectivismos ideológicos.

La naturaleza del entendimiento, es decir, su razón de ser, es indagar permanentemente la verdad. La naturaleza de la voluntad, en cambio, es actuar siempre por un bien o un fin. Ambas facultades se requieren y se asisten mutuamente, en una mágica interacción, y sólo cuando esta indisoluble ambivalencia opera ante una misma situación, el hombre alcanza la plenitud que esa acción permite.

¿Cómo se entiende todo esto? Veamos. La primera fase en todo proceso intelectivo se da cuando el entendimiento, después de recibir un estímulo de los sentidos, explora y lucubra la verdad en términos teóricos. Acto seguido pasa a una segunda fase, casi más crucial que la primera: confirmar esa verdad teórica en cuanto verdad práctica, a través de la voluntad. Sólo cuando esa verdad se concreta en términos prácticos, el entendimiento cumple ciento por ciento con su propia naturaleza. Verdad teórica y práctica conformando un solo corpus ciento por ciento verdadero, ése es el asunto. Si el entendimiento queda orbitando exclusivamente en el plano teórico, esa verdad flota en el ámbito de lo imaginado, provocando en el hombre una sensación de vacío y frustración, pues así jamás sabrá si lo pensado alcanza la estatura de verdad real. Y si la voluntad no puede concretar un bien o fin, queda varada sólo en el deseo. Pero el deseo, si bien debe estar presente en las decisiones humanas, carece de intención, porque no es racional, sino puramente material, pues proviene de los sentidos. Así el puro deseo es también incompleto y vacío. Sólo cuando la ratificación de la voluntad es concretada en términos de verdad práctica, la ambivalencia entendimiento-voluntad alcanza esa satisfacción natural que es percibida por el sujeto como una experiencia de plenitud. Y la plenitud de sí mismo es el plano más alto de la felicidad humana.

Validando activa y prácticamente su entendimiento y voluntad, el hombre es feliz, pues confirma que es inteligente pensando y obrando simultáneamente. En ese ámbito exclusivo y privado de voluntad y entendimiento activos es donde realmente se juega la verdad del hombre. Y aquí tocamos el punto crucial: eso es precisamente lo que está ausente en nuestra democracia moderna. Es aquí donde han fallado Rousseau, Marx, Lenin, Gramsci, etc., y todas las ingenierías políticas del socialismo. La verdad última del hombre es práctica e individual, y conlleva cierta subjetividad de la persona. No es posible que se dé una verdad práctica uniforme para todos los hombres y una fusión colectiva de las voluntades humanas. Para que eso pudiese ocurrir, todos tendríamos que vivir siempre la misma e idéntica realidad de tiempo, espacio y circunstancias.

El hombre-masa socialista

El socialismo ha generado una estructura psíquica colectivista que ha permeado vastísimos sectores, incluido el liberalismo económico. El "Big Bang" que detonó ese síndrome cristalizó en términos históricos en las postrimerías del siglo XVIII. Sus postulados encontraron eco gracias al vacío moral que dejó la reforma del cristianismo iniciada por Lutero y al colapso del absolutismo monárquico en Europa. Ese vacío fue rápidamente llenado por filosofías materialistas y cerradas que influyeron en el modelo "democrático" actual, diseñado abrupta, dogmática y revolucionariamente por el Contrato Social de Rousseau, que determinó la sumisión de la voluntad de cada individuo a la "voluntad general", es decir, al estado y al poder político. Pero veamos qué nos dice concretamente Rousseau, el padre de la moderna "democracia" y de los socialismos, quien afirma que "para que los hombres se deshagan de todos los deberes y limitaciones que les impiden gozar de la libertad completa, deben renunciar a sus voluntades particulares mediante un acto - el contrato social- en que al mismo tiempo hacen suya la voluntad del todo colectivo, la voluntad general, no limitada por ninguna ley ni por otra voluntad superior. El hombre que hace suya la voluntad general es ya hombre nuevo, no pudiendo volver atrás en su decisión para regresar a su antiguo estado, porque desde el momento en que ha celebrado el contrato, toda verdadera decisión suya es un acto de su nueva voluntad, la voluntad general. Si ocurre que el individuo, en algún acto de enajenación, cree poder recuperar su fuero particular, desobedeciendo a la voluntad general, debe de inmediato ser corregido por todo el cuerpo social, 'lo cual no significa otra cosa que se le forzará a ser libre.' " (Du Contrat Social, I, cap 7).

Aquí se firmó el acta de nacimiento del hombre-masa socialista, que relegó su esencia humana - el entendimiento y la voluntad- al precario ámbito de lo exclusivamente privado y doméstico. Un hombre sin yo propio, casi totalmente regido por el asambleísmo permanente, por las normas externas y uniformes de algún aparato ideológico y por los modelos culturales imperantes. Este es el triste hombre "en tercera persona" de fines de siglo. La síntesis de Rousseau, asumida por los socialismos, establece que el solo hecho de que los hombres tengamos que vivir en sociedad nos hace socialistas, y ser socialistas nos obliga a estar en gran medida subordinados, en términos de voluntad y entendimiento, al corpus estatal de lo político, siendo ese corpus el único que define qué cosas son buenas y malas en el plano sociopolítico.

El hombre le pone precio al hombre

Paralelamente, otro proceso que consolidó lo anterior cobró rápidamente cuerpo en la sociedad occidental post absolutismo: la Revolución Industrial. Curiosamente, este poderoso estallido económico contribuyó a sellar el vuelco socializante, pues abolió de un plumazo al artesano - creador, autosuficiente, capaz de imprimir un carácter individual a su trabajo, y de cuyo resultado directo emanaba su propio bienestar económico y el de su familia; en suma, empresario de su quehacer- , subordinando de ahí para adelante a grandes contingentes humanos al automatismo uniforme de las máquinas, a los horarios rígidos y a un salario fijo, por esencia ajeno e indiferente a los resultados de la empresa y a la entrega y creatividad individual de cada uno de los trabajadores. Es el momento en que el hombre le pone precio al hombre, quitándole todo contenido valórico a su trabajo, convirtiéndolo en un mendigo de su naturaleza, materializando de lleno - esta vez económicamente- a las mayorías, y confirmando de paso una categoría humana inferior en el plano del discernimiento teórico y práctico, predefinida por el socialista Jean Jacques Rousseau. Ese ser en tercera persona dejó de conocer y hacer propia la verdad que surge de todo obrar concreto, real, abierto y libre. Las empresas occidentales son socialistas de los mandos ejecutivos intermedios hacia abajo. El socialismo no triunfó tanto con Lenin, ni con la segunda guerra mundial, ni cuando irradió su hegemonía política a la mitad de Europa; triunfó al anular en las mayorías el uso práctico, activo, libre y permanente del entendimiento y de la voluntad individual, que funciona en resonancia con el mundo y la propia subjetividad personal, abierta a los resultados de la propia acción. Y el réquiem del hombre moderno fue cantado en segunda voz por el liberalismo económico. En los dos últimos siglos sólo hemos vivido las consecuencias de ese atentado de lesa humanidad a la riqueza que toda individualidad humana posee. La inteligencia sólo se da en la conciencia individual, y su funcionamiento ambivalente con la voluntad no es colectivo. Espero no ofender a nadie con este planteamiento, que sólo intenta desarticular el antinatural y tedioso funcionamiento "de la tercera persona", y promover una sociedad digna, es decir, en primerísima persona. La verdadera democracia ha sido presa demasiado tiempo de esta estructura social impersonal y simplista. La democracia y la política deben expandirse y reconfigurarse operativamente de acuerdo a la ontología total del ser humano.

Responsabilidades individuales

La inconsciente alianza cerró sus mandíbulas por arriba y por abajo en perjuicio de las grandes mayorías. ¿Quiénes escapan de algún modo a esta condición alienante? Muy pocos; a grandes rasgos, la dirigencia política y la dirigencia empresarial, amén de ciertos ámbitos intelectuales y profesionales independientes, que generan su propia autonomía, y de algún modo aquellos que aspiran a llegar a esos niveles superiores. El resto están entregados hace muchas generaciones a su suerte colectiva.

Desgraciadamente, ambos procesos partieron "a la que te criaste", y todos los intentos posteriores de mejorarlos, si bien se han concretado, sólo han apuntado al plano utilitario. Ni el actual sistema "democrático" es lo que instituyó inicialmente Rousseau, ni el aparato productivo, desde el punto de vista social, es lo que era en los inicios de la Revolución Industrial. Pero su estructura psicosocial y funcional permanece incólume en ambos cuerpos y en los grupos sociales que los conforman. No hemos sido capaces de diseñar medios prácticos y concretos para mejorar la capacidad de autodeterminación y participación de las mayorías en tanto entendimientos y voluntades libres.

Ni el socialismo ni el liberalismo económico pueden cambiar la naturaleza social e individual del ser humano. Somos seres que vivimos en sociedad, lo que nos hace colaborativos y comunicativos, pero no necesariamente socialistas, y el que seamos individuos no significa que estemos exentos de responsabilidades para con los otros y sobre todo con respecto al bien común. Somos hijos de un Creador, y no de los actuales sistemas políticos, entes hasta el momento competitivos y pragmáticos, generadores de confusión más que de soluciones.

El verdadero objeto del socialismo y de su acción política es una permanente e irreal "optimización del mundo", y no del hombre y sus múltiples singularidades. Al socialismo se le perdió dramáticamente el hombre en cuanto hombre. Su preocupación exclusiva son las ideas generales de "mejoramiento" de la sociedad, sin dar cabida alguna al desarrollo y aspiraciones individuales de la gente. El filósofo y estadista Alexis de Tocqueville decía que a los hombres de los siglos democráticos modernos les encantan las ideas generales, porque los dispensan de estudiar y atender los casos particulares.

El liberalismo, en cambio, política y operativamente, es la candidez hecha poesía, algo así como la Internet, una especie de medio de comunicación de conocimientos y resultados prácticos - y a veces no tan prácticos- , a través de productos que se ponen en la vitrina del mercado, sin que se pueda apreciar detrás de él un compromiso consistente con la antropología filosófica del hombre, y tampoco un modelo expansivo de sociedad. No obstante esa difusa identidad, jamás y en ningún lugar del mundo su aplicación ha podido ser desarrollada en plenitud; de una u otra manera, siempre que ha intentado abrirse paso, se ha visto horquillado por los socialismos. No me atrevo a especular, en todo caso, si su libre desarrollo habría tenido malas o buenas consecuencias para la humanidad. Sólo constato este increíble hecho.

Por el mundo del trabajo

La psiquis colectivista de la tercera persona es un síndrome de nuestra civilización occidental contemporánea, que ha impregnado con su química incluso a vastos sectores no adeptos al socialismo. A mi juicio, desarticular ese condicionamiento mental es la tarea más urgente de nuestro tiempo, y requisito indispensable de una auténtica democracia. ¿Pero cómo haremos para que esa categoría y ese síndrome desaparezcan definitivamente, dando paso a la primera persona en todos los planos? ¿Debe ser ésta una tarea del socialismo? Mi opinión es que no podrá asumirla, pues nadie puede dar lo que por naturaleza y por principios niega.

Esta tarea debe comenzar por el mundo del trabajo, que es el ámbito en que hoy se desenvuelve la mayor parte de la actividad humana, y aquél en que los individuos comunes y corrientes actúan directamente por sí mismos, al contrario de lo que ocurre en el quehacer político. Ese ámbito sigue traspasado por el mismo síndrome colectivista, y sumido mayoritariamente en la subcategoría humana generada por el colectivismo ideológico. Es el escenario más concreto de acción y, más aún, un escenario que podemos modificar en beneficio del hombre, y sin lesionar la libre iniciativa ni los legítimos derechos del capital y de las organizaciones empresariales, que constituyen el otro polo esencial del proceso y progreso económico. Existen claves reales, perfectamente operativas y factibles, para lograr esa reformulación. Pero eso ya es materia de otro análisis.

© 2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción citando la fuente y el autor.