El
Abrazo del 16 de Enero. Para Lograr la Unidad Nacional |
El
bien común es la condición irreemplazable de unidad para nuestro
país, puesto que es el fin natural del orden político.
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Diario
El Mercurio, Dom. 30/01/2000 |
Sebastián
Burr Cerda |
ES evidente que ciertas brisas de unidad
se respiran en el ámbito político nacional después del abrazo de la plaza
de la Constitución aquella noche del 16 de enero. Más aún si se considera
la sorprendente e inédita coincidencia programática y de estilo - esto
último, al menos en la segunda vuelta- de los dos contendores presidenciales.
Haría muy bien el Presidente electo en aprovechar este ánimo de unidad
para intentar unificaciones concretas en las diversas áreas socioeconómicas
y políticas del país, y no lanzar más destellos rupturistas.
La unidad nacional ha llegado a ser un lugar común. Todos decimos estar
dispuestos a unirnos, pero la unidad no pertenece al campo de la retórica
ni tampoco al de las buenas intenciones, sino al de un ordenamiento de
los factores en juego, de modo que todos encuentren allí su espacio natural
de desarrollo.
El Chile de hoy
Lo primero para abordar este proyecto es saber dónde estamos socioeconómica
y políticamente ubicados.
El país arrastra cuatro o cinco millones de pobres endémicos. Tenemos
una distribución de la riqueza exasperante y estática. Gravísimos niveles
de pobreza intelectiva, de inacción y de pasividad en vastos sectores
de la población, inadmisibles en esta era tecnológica y global. Un sistema
educacional que entrega conocimientos inoperantes y genera mínimas capacidades
de entendimiento, lo que imposibilita a la juventud de acceder en propiedad
al mercado laboral. Y todo esto después de que el país, en los últimos
50 años y con altos grados de obsesión política, ha gastado miles de millones
de dólares en inversión social.
Nuestra infraproductividad laboral oscila entre el 50 y el 60 por ciento.
Somos uno de los seis países con más baja tasa de aporte de sus trabajadores
a su propia economía. El IMD, en su último informe de competitividad mundial,
dice que Chile está hoy entre los cinco países cuyos trabajadores permanecen
más tiempo en sus lugares de trabajo, pero que su calidad profesional
se ubica en el lugar 34. Que Chile, con sus 33 días promedio anuales de
ausentismo laboral, está muy por encima del promedio occidental. Tenemos
una sindicalización devastada. Por último, nuestros trabajadores están
además ranqueados dentro de los 10 países que más abusan del alcohol y
de las drogas.
Un sector tan clave para el empleo, como la mediana y pequeña empresa,
está estructuralmente en crisis. El libre mercado está funcionando prácticamente
en el mundo entero, pero de su trilogía - demanda, oferta y propiedad-
no participan epistemológica, técnica ni valóricamente los sectores asalariados
del país. Evidentemente, esta distorsión impide al trabajador asumir una
defensa moral del mercado y de la propiedad. Muchos creen que el libre
mercado es un descubrimiento reciente de los economistas y, por lo tanto,
sujeto al diseño y estructura que ellos le asignen. Pero el mercado libre
existe desde que el hombre se organizó para vivir en comunidad. Ya Aristóteles
nos dice que "se debe poner un precio a todo, porque así habrá siempre
intercambio, y con él sociedad". El solo hecho de que los seres humanos
convivan socialmente implica intercambio de ideas y de bienes económicos.
Pero, ¿qué hemos hecho nosotros, los hombres modernos, con la ciencia
económica? Ideologizarla, como a las demás instituciones sociopolíticas,
incluido en ellas el hombre mismo.
Por otra parte, después que el país ha probado durante cien años todos
los esquemas políticos conocidos, no hemos sido capaces de generar una
estructura de bien común, principio que constituye el fundamento y la
razón de existir del ordenpolítico.
La gran falla del "humanismo" socialista tradicional ha sido propiciar
una especie de desarrollo social impersonal y en tercera persona, negando
espacios concretos de expansión a la persona en cuanto individuo. Y el
liberalismo, pese a su defensa de la libertad individual, de la libertad
económica, y su apoyo irrestricto a la propiedad, no ha sabido diseñar
mecanismos que extiendan esa misma libertad y sus bondades al grueso de
los trabajadores productivos. En síntesis, el liberalismo no ha entendido
la extensión social, política y económica del hombre, y el socialismo
no ha entendido la extraordinaria potencialidad que encierra la dimensión
individual de todo ser humano. Y ninguna de las dos ideologías ha sido
capaz de instaurar un sistema laboral flexible e integrado, abierto al
auténtico desarrollo humano: individual y social, económico y político.
Peor aún, cada vez que intentan mejorarlo, caen en propuestas ideologizadas,
en las que nadie entiende qué es qué, ni qué cosa corresponde a quién.
El Chile del mañana
Ahora bien, hemos superado en cierta medida las ideologías de lucha de
clases en estos comienzos del mítico año 2000. Instalados ya en una veloz,
creciente, tecnológica y competitiva era global, creo que estamos en un
momento propicio para superar nuestros problemas de pobreza reflexiva,
volitiva y material, e intentar, desde una perspectiva múltiple, valórica,
operativa, técnica y humana, un proyecto de futuro que apunte eficazmente
a la unidad socioeconómica y política de la nación.
Pero veamos qué elementos habría que considerar en este proyecto y en
qué instituciones sociales habría que ponerlo en escena para que se desarrollen
los aspectos teóricos y prácticos, materiales y reflexivos de la mayoría
de las personas que conforman la trama sociopolítica de nuestro país.
Para situarnos en un plano de análisis superior, debemos primero dejar
fuera los cuerpos ideologizados de pensamiento y, sobre todo, los conceptos
predeterministas del ser humano. Acto seguido, ponernos de acuerdo en
una visión refrescada e integrada del hombre en cuanto hombre. En tercer
lugar, redefinir el sentido de la economía, y dentro de ella desarrollar
una concepción ética y técnica del hombre de trabajo. Además, definir
para qué y cómo reformular la enseñanza, a fin de conformar una estratégica
alianza valórica y práctica entre educación y trabajo. Por último, y a
modo de base de sustentación orgánica sociopolítica de todo lo anterior,
se requiere también una certera y eficaz definición del bien común, que
sustituya a la estéril dispersión de intereses políticos particulares.
En caso contrario, toda la acción humana, social y político-institucional
seguirá siendo la frustrante comedia de equivocaciones, vaciada de sentido
y de dignidad humana, que hemos vivido hasta ahora.
El punto inicial es asumir que el hombre es un ser potencial, individual
y social, con progresivas necesidades intelectivas, de desarrollo práctico
y de crecimiento material. Por lo tanto, es clave que toda ley e institución
activen un amplio despliegue de aquellas únicas dos facultades que nos
diferencian del resto de los seres vivos: el entendimiento y la capacidad
prosecutoria de nuestra voluntad. Necesitan ser acogidas para enfrentar
la era del entendimiento que se nos aproxima.
El trabajo en el 2000
Si bien el concepto de economía guarda relación con la administración
prudente de bienes y recursos, más sentido tiene decir que el desarrollo
económico dependerá de los niveles de desarrollo reflexivo y de la capacidad
prosecutoria y en primera persona de sus agentes activos. En el siglo
que termina, el trabajo se ha convertido en la más importante institución
moderna, a tal punto que en ella se plasma al instante toda la gran gama
de cambios que se producen. Es un hecho, además, que cuando se trabaja
mal, se vive mal, y el sistema político deja de funcionar. Es en el ámbito
laboral donde corresponde configurar en primera instancia esta perspectiva.
Para ello necesitamos reformular nuestra legislación, de manera que articule
lo individual, lo social, lo político y el concepto de técnica y praxis
moral en todos los trabajadores. Eso requiere terminar con el secular
antagonismo entre capital y trabajo, e igualar ambas categorías, extendiendo
esa igualdad al desempeño valórico y operativo de cada trabajador. Una
legislación flexible, funcional, multidimensional y proporcionalmente
participativa. Así, cualquier formulación concreta relativa a la participación
y a los ingresos laborales debe basarse en los rendimientos objetivos
individuales y grupales de cada uno y todos los trabajadores, tanto como
en las diversas áreas de resultados de la empresa. A su vez, esa participación
debe tomar en cuenta los resultados globales del sector, y simultáneamente
conectar a los trabajadores, por elemental que sea su función, con el
mundo económico/político real. Para esto, la suma de sus ingresos multidimensionales
debe ser en último término sensibilizada con los resultados de la macroeconomía
nacional, a través, por ejemplo, de la fluctuación de las tasas de empleo.
Esta nueva perspectiva en la economía social de mercado requiere incluir
también una fórmula proporcional de participación de los trabajadores
en el crecimiento del capital de la empresa, regida por la misma ley que
rija para el capital.
El papel del trabajador
El trabajador debe ser protagonista de su vida, y funcionar en primera
persona, abierto a las expectativas, al autoaprendizaje y a un desarrollo
valórico permanente. Estamos hablando de autodeterminación: el hombre
de trabajo debe constituirse de algún modo, dentro de toda empresa, en
su propia medida de desarrollo material, moral y social. Hay que erradicar
de las empresas del siglo XXI los entendimientos y voluntades pasivos.
Eso requiere desterrar los incentivos extrínsecos, paternalistas y/o colectivistas,
que sólo generan seres en tercera persona, bloqueados en su autodesarrollo
y en su autoestima, y desconectados de la trama lógica y natural de la
economía, del trabajo y del orden sociopolítico.
La legislación laboral generada en los últimos 60 años por las ideologías
liberal y socialista, con su materialismo económico, del espíritu y de
la libertad del hombre, ha dividido dramáticamente en dos categorías a
los hombres dentro de las empresas, en lo intelectivo, en lo operativo,
en lo socioeconómico, y, por ende, en lo político. Es un cuerpo legal
per se avalórico, antifuncional, antagónico, improductivo; limita los
ingresos económicos de los trabajadores y el desarrollo de las empresas,
y el acceso de éstos a la propiedad; anula la individualidad, que es donde
se funda y desarrolla el carácter de toda persona. Llevamos casi un siglo
en Chile, con grandes sufrimientos humanos y sociales, haciendo diagnósticos
sobre las causas de la pobreza, la mala distribución de la riqueza, la
infraproductividad laboral, la explotación del asalariado y el egoísmo
del empresario. Cómo hacer ver todos los tentáculos de esta hidra divisionista
a los conductores políticos, cómo hacer ver que toda pobreza material
comienza en la pobreza intelectiva, y que de ahí se sigue la inmovilización
de la voluntad prosecutoria. Cómo hacer ver que toda pobreza social comienza
en la existencia de las categorías antes que en la diferencia de riqueza
de unos y otros.
La tarea del gobierno
Imagino que lo primero que le preocupará al nuevo gobierno, ante una propuesta
como ésta, es la OIT. Pero después de 40 ó 50 años de bien intencionados
consejos recibidos de este negociador colectivo mundial, la mejor carta
que puede jugar la nueva autoridad política es hacer un aporte serio y
profundo a ese organismo, dando vuelta nuestros resultados productivos
y socioeconómicos, instaurando un sistema que tienda a la unidad y que
genere ámbitos y mecanismos que proporcionen similares oportunidades a
todos. Hay que abolir la sociedad salarial actual, e ir de una economía
distributiva a una economía productiva-participativa. Esa es la única
forma posible de crecer con igualdad: una igualdad individualmente diferenciada,
de acuerdo a las potencialidades y esfuerzos de cada persona.
En el caso de la educación, se debe superar la actual enseñanza avalórica,
desintegrada y compartimentada de materias, y entrar de lleno a eficientes
programas que generen o activen el comprender. Entender el mundo ordenadamente,
por géneros, especies y diferencias, única forma eficaz y multioperativa
de entendimiento. Tomás de Aquino, pensador de lo integral, dice: "El
entender es el acto de todos los actos, la perfección de todas las perfecciones".
Esto permitirá que la dignidad de los profesores no sea ya un mero asunto
económico, sino sobre todo valórico. Cuando el profesor logra enseñar
a entender, tanto en términos teóricos como prácticos, dignifica en lo
más alto su profesión y su propio paso por la vida, pues todo lo demás,
tanto lo propio como lo del alumno, cabe en ello. Ahora bien, a la remuneración
del profesorado también se le puede dar cierto giro "valórico", reemplazando
su actual carácter de precio-mercancía por una relación económico/participativa
por resultados, es decir, fijando un ingreso base más un ingreso variable,
en función de la asistencia y de mediciones académicas objetivas respecto
del grado de aprendizaje-entendimiento logrado por cada uno y todos los
alumnos. También el profesor debe ser integrado en proporción a participar
accionariamente del establecimiento u organización en que presta sus servicios.
Otra condición básica de esta propuesta es impulsar el establecimiento
de un yo común entre empresa, trabajadores y empresarios. Ese yo común
de trabajo, y su consecuente proyección hacia el orden polí-tico, implican
asumir con convicción los siguientes principios naturales: a) que el hombre
es esencialmente un sujeto de entendimiento y de desarrollo práctico y
en primera persona de aquello que entiende; b) que trabajo es capital
en potencia, que capital es trabajo acumulado, y que riqueza, trabajo
y hombre son análogos, y por lo tanto analogables en cualquier instancia;
c) que el trabajo y la economía pertenecen por esencia al ámbito de las
cosas prácticas, y éstas, por ser siempre humanas, son variables y aleatorias,
y por lo tanto dependen de la libertad intrínseca de cada sujeto y requieren
una gran flexibilidad de estructuras; d) que la educación es fundamentalmente
valórica, y que consiste sobre todo en el autodesarrollo permanente del
entendimiento; e) que el bien común es la resultante de una estructura
general de cargas interactivamente repartidas, es decir, de un modo participativo,
horizontal y verticalmente comunicable.
Lo que el país necesita
El bien común es la condición irreemplazable de unidad para nuestro país,
puesto que es el fin natural del orden político. Sólo el bien común conduce
a la perfección del todo. No es el bien o perfección de una parte con
exclusión de otras, sino de todas las partes. Es el fin político superior,
al cual cada parte debe contribuir a su modo y en términos prácticos,
para que se logre orgánicamente el bien de la nación, el bien de cada
institución y el bien de cada individuo. Esto debe adquirir un contenido
real y operativo. El bien común no es un asunto teórico; es un bien integral
y potestativo, trasciende a las partes y constituye la más alta responsabilidad
del ejercicio público. A mi juicio, sólo si logramos poner en marcha un
integrado y eficaz proyecto de unidad, alcanzaremos la madurez política
que permitiría acto seguido abordar una responsable revisión de los llamados
"diques constitucionales", instalados para evitar los desbordes que permiten
nuestra precaria convivencia política y nuestras confusas, enajenantes
y antiparticipativas estructuras.
La unidad está compuesta de diversidad. Y la diversidad en la unidad es
la ley suprema del universo.
©
2001 Sebastían Burr Cerda Se autoriza su reproducción
citando la fuente y el autor.
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